Música para la mañana del mundo
Por Luis Ventoso
¿Qué mandaría usted al espacio como ejemplo supremo de las creaciones artísticas del ser humano?
A finales de los años setenta, cuando el ser humano era tal vez más idealista, o menos cínico, acelerado y superficial que ahora, la NASA envió dos sondas a explorar los confines del espacio. Aquellas Voyager 1 y 2, que despegaron en 1977, fueron concebidas al modo de esas botellas con un mensaje que se lanzan al océano en la esperanza de que el azar las lleve a manos de alguien.
En el caso de las Voyager, los hipotéticos receptores serían civilizaciones extraterrestres. Por lo tanto, había que adjuntar una tarjeta de presentación de la Tierra, sus habitantes y sus logros. Ese resumen fue el llamado Disco de Oro de las Voyager, también conocido como Los Sonidos de la Tierra. Los discos ofrecían un saludo en 56 idiomas, incluido el español (por si Albares quiere protestar: no había ni catalán ni vasco). También recogían sonidos de nuestro planeta, varias fotografías -desde imágenes de la naturaleza hasta de la vida cotidiana e hitos culturales- y música, con una veintena de ejemplos, de Chuck Berry a Bach, pasando por Mozart y por músicas exóticas nativas. Juan Sebastián Bach, con tres obras, era el compositor más citado.
Si tuviésemos que enviar una sola obra al espacio como ejemplo supremo de la creación artística humana, ¿cuál elegiríamos? Es una pregunta entretenida y nada sencilla. Una solución cabal serían las obras completas de Shakespeare, pues compendian con genio todos los humores humanos. Otra opción podría ser una reproducción de las obras maestras de Velázquez, o del colosal fresco de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel. También cabría recurrir a la arquitectura, con alguna soberbia catedral gótica, o con la filigrana de un airoso rascacielos de Manhattan… Pero si uno pudiese votar elegiría enviar al espacio una grabación de La Pasión según San Mateo de Bach, por la calidad suprema y casi extraña de la obra y por la importancia de lo que cuenta: el episodio más relevante de la historia de la humanidad y el que la sacó para siempre de la sima de las tinieblas.
Pablo VI, canonizado por el Papa Francisco en 2018, se reunió en una ocasión con un grupo de artistas de varias disciplinas y les dejó el siguiente recado: «El mundo tiene necesidad de belleza para no caer en la desesperación y ustedes son los guardianes de la belleza». El viejo Bach (Turingia, 1685 – Leipzig, 1750) no fue solo un guardián de lo hermoso, sino que hizo algo más: con su música rozó la eternidad. Como decía el loco-cuerdo Nietzsche, su obra «nos da el orden supremo de las cosas».
La vida de Bach, que murió a los 65 años por complicaciones de una operación chapucera contra la ceguera, no fue en absoluto aventurera. Vástago de una familia de músicos, a los diez años ya era huérfano de padre y madre y quedó a cargo de su hermano mayor, con el que aprendió el oficio del que viviría, primero en la corte de Weimar y en sus últimos 27 años como maestro de capilla de la iglesia luterana de Santo Tomás, en Leiptzig. Tuvo que trabajar como un poseso y soportar el capricho de mecenas y clérigos para sacar adelante a una prole de veinte hijos, siete con su primera mujer y trece con la segunda, la soprano Anna Magdalena Wilcke, 17 años más joven que él.
¿Qué animaba a Bach? ¿Cuál era el combustible que espoleaba la extraordinaria fuerza de su música, que algunos llaman «las matemáticas de Dios»? Su segunda mujer sostenía que era su piedad. Lo recordaba como «el hombre más sensible a la religiosidad» que había conocido.
Durante largo tiempo se sostuvo que Bach había estrenado su sobrecogedora Pasión Según San Mateo el Viernes Santo de 1729, en su iglesia de Leiptzig, aunque otros estudios aseguran ahora que en realidad fue un par de años antes. Lo que sí se sabe a ciencia cierta es que no contó con un coro y una orquesta de las dimensiones que habría deseado y que en su momento la obra apenas pasó de hito local.
Hoy nos resulta pasmoso el relativo olvido en que cayó J. S. Bach, para muchos el talento supremo de la música, en los cien años siguientes a su muerte. De hecho, sus hijos compositores eran por entonces más conocidos que él, en especial Carl Philipp Emanuel. El viejo Juan Sebastián, el mago del contrapunto, era considerado «antiguo», o demasiado matemático y cerebral.
Fue otro músico alemán, el judío Félix Mendelssohn, quien cien años después de su estreno devolvió su prestigio a La Pasión, al estrenarla en Berlín ante la crema política y cultural de la capital. Desde entonces, la obra es reconocida como lo que siempre había sido: una de las cimas de la humanidad y la más bella, conmovedora y sentida recreación artística de la pasión y muerte de Jesucristo.
En su hora, el pobre Bach jamás llegó a escuchar su Pasión con la plena calidad interpretativa que él había soñado. Le resultaría mágico saber que hoy, con un teléfono móvil y un buen altavoz, podemos disfrutar de esa maravilla en cualquier momento, incluso siguiendo la letra en alemán con su traducción al español. Dura dos horas y media, sí. Pero si uno logra encerrarse en la soledad de una habitación de su casa, se olvida del barullo mundano y le da al play de una buena grabación (Jos Van Veldhoven, o Harnoncourt...), volará con Bach rumbo a lo que su biógrafo e intérprete John Eliot Gardiner denominó «la música en el castillo del cielo».
El gran kantor sabía que el dolor de la Cruz es en realidad la mañana del mundo.
Fuente: eldebate.com