Benjamina, "la más querida"
El fósil de Atapuerca que mostró el paso del afecto al amor
Cuando se publicó en 1859 El Origen de las Especies Mediante la Selección Natural o la Conservación de las Razas Favorecidas en la Lucha por la Vida, la idea que trascendió al gran público sobre la obra fue que Charles Darwin decía que venimos del mono. Y, sin embargo, Darwin se cuidó muy mucho de escribir ni una línea sobre sus opiniones acerca de la ascendencia evolutiva de la Humanidad. De hecho, el primer autor que relacionó a los seres humanos con los monos fue Thomas Henry Huxley en su obra de 1863 Evidence as to Man´s Place in Nature. Asombrosamente, esta obra no ha sido nunca traducida al castellano.
A través de un impecable estudio de anatomía comparada, Huxley llegó a la conclusión de que las personas pertenecemos a un grupo concreto de simios a los que llamó hominoideos y que está constituido por los gibones, los orangutanes, los gorilas y las personas. El trabajo de Huxley demostró que no es que vengamos del mono, sino que somos un tipo concreto de 'monos'.
El libro de Huxley fue el primer tratado sobre evolución humana y hubieron de pasar aún ocho años para que Darwin se atreviera a formular sus propias opiniones sobre nuestro origen y evolución en su libro de 1871 El Origen del Hombre y la Selección en relación al Sexo.
Además de formular la fecunda teoría de la selección sexual, Darwin también se ocupó del proceso evolutivo que condujo a la Humanidad a partir de antepasados no humanos, preguntándose por cómo una especie en apariencia tan débil como la nuestra había acabado enseñoreándose del planeta. La respuesta parece sencilla: gracias a nuestra gran capacidad tecnológica y a nuestra facultad de formar grupos integrados por individuos capaces de colaborar intensamente los unos con los otros.
El grado de cooperación de los seres humanos puede ser considerado como extraordinario dentro del reino animal, pues no hay ninguna otra criatura capaz de constituir sociedades tan amplias, formadas por individuos no emparentados y que son capaces de renunciar a su propio beneficio, y a veces hasta la propia vida, en aras del bien común.
Darwin era muy consciente de que este altruismo del ser humano es muy difícil de explicar a partir del mecanismo de la selección natural, que prima los comportamientos egoístas.
Para explicarlo, propuso que en la evolución humana había tenido una gran importancia la competencia entre los distintos grupos humanos, lo que habría llevado a que los grupos más cohesionados y con individuos más cooperativos prevalecieran sobre aquellos otros grupos menos coherentes por estar constituidos por individuos más egoístas.
En opinión de Darwin, la extraordinaria sociabilidad humana tiene sus raíces evolutivas en lo que él denominó el 'espíritu de simpatía', que está presente en muchos animales.
Es posible traducir este espíritu de simpatía como el afecto o cariño entre iguales, y se trata de un sentimiento innato que está claramente presente en las relaciones de muchos animales (especialmente aves y mamíferos) y que propiciaría la sociabilidad.
Amor hacia los menos favorecidos
Según Darwin, y de igual modo que ocurre en todas las especies de primates, este afecto también habría estado presente en nuestros lejanos antepasados no humanos y se habría ido haciendo más fuerte a medida que nuestras facultades mentales se iban volviendo más complejas y empezamos a ser plenamente conscientes de nuestras emociones.
De este modo, el cariño habría evolucionado en nuestra estirpe para dar lugar al amor. A partir de su conocimiento del comportamiento animal, Darwin propuso que, originalmente, el cariño solo se daría entre ejemplares sanos, pues el cuidar de los individuos enfermos, especialmente en el caso de las crías, es un comportamiento penalizado por la selección natural.
Por ello, el primer paso en la evolución del amor habría sido la extensión del afecto hacia los individuos menos favorecidos, o discapacitados, del grupo.
Esta ampliación del cariño fue un salto revolucionario, pues no puede explicarse por la acción de la selección natural y requirió la presencia de una mente capaz de entender que los individuos incapacitados, con bajas o nulas posibilidades de reproducirse, también son de los nuestros. Con esta idea, Darwin situaba un verdadero rubicón de la evolución humana en el cuidado de las personas vulnerables.
La más querida
Seguramente, uno de los más importantes descubrimientos de la paleoantropología mundial fue el que tuvo lugar en el verano de 2001 en el yacimiento burgalés de la Sima de los Huesos. En este lugar se viene excavando desde hace casi cuatro décadas la mayor colección de fósiles humanos del planeta, que está datada en algo más de 430.000 años de antigüedad. En los más de 7.000 fósiles humanos recuperados hasta la fecha se encuentran los restos de al menos 29 individuos de ambos sexos, incluyendo desde preadolescentes hasta individuos de edad avanzada.
El estudio de esta colección ha aportado muchos descubrimientos al conocimiento de la evolución humana, pero ninguno tan emocionante como el del hallazgo del denominado Cráneo 14, un cráneo que perteneció a una niña de alrededor de 10 años de edad.
Según descubrió mi compañera de la Universidad de Alcalá, la profesora Ana Gracia Téllez, esta niña padeció de una rara patología denominada craneosinostosis que determinó que, a lo largo de su crecimiento, el cráneo sufriera una fuerte deformación que también afectó a su rostro y le causó un serio retraso psicomotor.
Con su rostro deformado, esta niña era claramente diferente del resto de los demás niños y niñas, y, además, tuvo serios problemas para valerse por sí misma. Y, sin embargo, sobrevivió hasta cerca de los diez años, como otros de los ejemplares recuperados en la Sima de los Huesos.
Eso indica claramente que no solo no fue rechazada por el grupo, sino que hubo de recibir más cuidados que el resto de las niñas y niños de la población.
A Darwin le habría encantado conocer el caso del Cráneo 14 y no habría dudado en considerar a los humanos de la Sima de los Huesos como plenamente humanos, pues ya habían traspasado la barrera que separa al afecto del amor. A veces, los fósiles traen consigo su propio nombre, solo hay que verlo. Y eso fue lo que hizo Ana, vislumbró el auténtico nombre del Cráneo 14 y la llamó Benjamina, que quiere decir “la más querida”.
Autor: Ignacio Martínez Mendizábal, investigador en el yacimiento de Atapuerca y cátedra NH Hospitales de Otoacústica Evolutiva y Paleoantropología en la Universidad de Alcalá.
Vía: SINC