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Navidades silenciosas

Carmen Cordón

Dice el sacerdote y escritor Pablo D’Ors que disfrutar es sencillamente comulgar con la realidad. Si sales a comprar, compra; si vas a comer, come; si tienes una conversación, atiende; si es tomar un café, cierra los ojos y deléitate con su aroma. Disfrutar es entregarse a lo que se está

No sé si es falta de previsión o si es que en estas fechas sistemáticamente me absorbe un agujero de gusano espacio-temporal que acelera los acontecimientos, pero soy mártir recurrente de los recados de última hora en estas fechas de Navidad. Turistas despistados buscándose a sí mismos en pantallas taponando las aceras, adolescentes grabándose morritos y piruetas absurdas al son de una música que sólo ellas escuchan, repartidores frenéticos al teléfono sorteando velozmente baches por las aceras, pantallas brillantes de anuncios de ropa y perfumes… La ciudad parece tener prisa por decirlo todo, como si fuera consciente de que su sola posibilidad de conquistar al comprador resida en el aturdimiento y la vehemencia sin freno. Goya, Serrano, Gran Vía, tienen tanto color, brillan tan centelleantes, que hasta el ojo lagrimea al contemplarlas… Paseaba ayer cargada hasta el moño de paquetes relucientes y resbaladizos como suelos encerados, mi teléfono vibraba sin descanso y decidí buscar refugio en una cafetería para contestar sentada sin chirimbolos colgando. Fue entonces cuando los vi sentados frente a mi: eran un abuelo con sus dos nietos; él, discreto y elegante al estilo tradicional, los tenía hipnotizados frente a unos churros con chocolate, de hecho, los tres estaban en éxtasis. Disfrutaban a manos llenas completamente ajenos al mundo: olfateando el chocolate, rociando azúcar, zampando churros, lamiéndose los dedos, extrayendo cada instante con un empeño y una concentración que desafiaban el trajín imperante. Recordé mi infancia, la Navidad tiene una inquietante capacidad rememorativa, el sabor de los deliciosos churros de la cafetería Ceres en Zaragoza, las luces del Paseo Independencia...los primeros años de la vida de uno son el tramo de edad en que se celebra la creación del mundo, es ese tiempo sin tiempo, esa época que se recuerda más en las manos frías, el labio lleno de mocos, el calor de las mejillas, en los aromas y en los sabores. Es esa época de la vida en la que tu tú verdadero está totalmente presente en ese plato de churros, y nada más. Es el verdadero disfrute de la vida.

Dice el sacerdote y escritor Pablo D’Ors, al que sigo como una «groupie» en todos sus libros, escritos y entrevistas en la red, que disfrutar es sencillamente comulgar con la realidad. Si sales a comprar, compra; si vas a comer, come; si tienes una conversación, atiende; si es tomar un café, cierra los ojos y deléitate con su aroma. Disfrutar es entregarse a lo que se está. Vivimos acelerados: Acabamos rápido de fregar para llevar la niña al cole, corremos comprando regalos vacíos mientras felicitamos la Navidad reenviando un wasap; nos perdemos el presente y convertimos nuestra vida en una carrera de obstáculos. Nos negamos el disfrute en este mundo.

Me pregunté si el desconocido y misterioso tiempo de la vejez, al que me acerco sin remedio, consistirá en redescubrir precisamente eso: Andar paradójicamente sobrados de un tiempo menguante para dedicarlo al mero disfrute de lo que te rodea, contemplando a tus nietos cuando el mundo se abre por primera vez ante sus ojos y deleitándote de la mera comunión con la vida. Apagando el móvil para desafiar esa soledad colectiva en la que vivimos el resto de nosotros, tan acelerados, tan pendientes de zumbidos y mails sin apreciar el regalo de estar, de ser.

Ya fuese por la ingenua juventud de aquellos nietos o por la sabia longevidad del abuelo, allí me encontré con esos tres sabios merendadores de churros, coetáneos en tiempo pero de eras diferentes, amándose, cuidándose, saboreando con miradas cómplices las ocasiones que la vida les regalaba, demostrándonos cómo ellos eran más capaces que ninguno de nosotros de encauzarlos, de dirigirlos, de gozarlos. Yo y mi mundo de radiantes paquetes, frente a ellos, éramos una fauna absurda actuando al dictado de prisas y pantallas inoportunas, pasando por la vida sin tocarla.

Quietud, lentitud y plenitud, aconseja mi admirado escritor de biografía del silencio. Actuamos tan rápidamente que nuestra atención e intención están puestas en el después, nunca en el ahora y la clave de la felicidad es el ejercicio lento de lo cotidiano. Cualquier actividad realizada con lentitud, con atención, construye la vida interior porque si no nos miramos con atención no nos conocemos, si no nos conocemos no nos amamos (no puedes amar lo que no conoces) y si no nos amamos a nosotros mismos, tampoco podemos amar a los demás (porque nadie puede dar lo que no tiene) y si no amamos a los demás, apaga y vámonos porque en eso es exactamente en lo que consiste la vida. En la capacidad de amar y ser amado. Y si no nos enteramos de qué va la vida, mucho menos podremos vislumbrar el misterio que los creyentes llamamos Dios. Ésa es la esencia de lo que renovamos en estas fechas. Humildad, amor al prójimo, unidad familiar y esperanza ante la adversidad. Él está con nosotros, sólo hay que frenar y escuchar.

Carmen Cordón

Fuente: eldebate.com

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