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Elogio del silencio

Por Maurizio Serra

«Durante siglos, el silencio nos ha acompañado en la contemplación de la naturaleza, en el recogimiento ante las alegrías y las penas, en el disfrute de las representaciones artísticas y musicales. Hoy en día, todo lo que es privado se mira con sospecha y vergüenza, como si fuera un vicio solitario. ¿Cómo visitar un museo en medio de un murmullo incesante, incluido el de los móviles a todo volumen que deberían ilustrarnos lo que no somos capaces de ver por nosotros mismos?»

En todas las guerras que ensangrientan el planeta, una de las más letales es la que combatimos día tras día, marchando prietas las filas, contra el silencio. Parece que en todas partes, incluso en los lugares de culto, el silencio deba ser desterrado casi como si fuera un obstáculo para el legítimo desahogo de nuestros sentimientos y emociones. El móvil que suena durante el funeral nos tranquiliza, el aplauso frente al ataúd nos une. Y si, en algunas ceremonias solemnes, incluido el Parlamento, no podemos evitar el ritual del minuto de silencio, tratamos de acortarlo tosiendo y ojeando el reloj.

Cuando crucé el umbral del Instituto Diplomático en Roma, en 1978, nuestro director, como bienvenida, había escrito en la pizarra un antiguo proverbio veneciano: «¡Antes de hablar, calla!». En ese momento, nos hizo sonreír; luego me acordé de ello todas las veces que, en mi modesta pero larga carrera, vi a personajes del calibre de Andrei Gromyko, Giulio Andreotti, Jim Woolsey, Jacques de Larosière o Irina Bokova negociar con prudencia, paciencia y cortesía —solo la mala diplomacia recurre a la agresividad—, aprovechando cada réplica entre una intervención y otra, con la maestría de campeones de ajedrez o de concertistas. Gromyko, por ejemplo, conocía varios idiomas extranjeros, podía mostrarse cordial e incluso bromista en ocasiones no oficiales, pero tan pronto como se sentaba a la mesa de negociaciones dejaba caer su famosa máscara impenetrable y hablaba sólo en ruso. Al principio pensaba que era una manifestación de nacionalismo o de disciplina de partido hasta que entendí que le permitía aprovechar el tiempo de la traducción de los intérpretes para reflexionar y preparar la siguiente réplica.

Es natural asociar al silencio otra virtud que se ha vuelto casi risible en nuestros días: la buena educación. Estamos tan acostumbrados a considerarla una forma de hipocresía —y entendámonos, un poco lo es, pero quizás es bueno que lo sea— que la hemos desterrado de nuestros códigos de comportamiento. Salvo raras y encomiables excepciones, los programas de debate televisivos entre políticos, intelectuales y los denominados famosos se han convertido en Europa, siguiendo el ejemplo americano, en un ejercicio de narcisismo mediático en el que gana quien interrumpe más y habla más alto —añadiendo el uso del insulto y el lenguaje soez, ingredientes útiles para aumentar la audiencia—. ¿Agredir, gritar, vociferar, serían entonces manifestaciones de valentía, de sinceridad, de pasión incontenibles? Que el público aturdido no logre entender los argumentos de unos y otros parece completamente irrelevante.

Durante siglos, el silencio nos ha acompañado en la contemplación de la naturaleza, en los paseos por el bosque, en las excursiones al mar, en el recogimiento ante las alegrías y las penas individuales o familiares, en el disfrute de las representaciones artísticas y musicales. Hoy en día, todo lo que es privado se mira con sospecha y vergüenza, como si fuera un vicio solitario. ¿Cómo visitar un museo o una exposición en medio de un murmullo incesante, incluido el de los móviles a todo volumen que deberían ilustrarnos lo que no somos capaces de ver por nosotros mismos?

La música occidental nace de la alternancia entre la altura de las notas y sus correspondientes pausas: las primeras existen porque existen las segundas. Johannes Brahms quiso que su admirable ‘Deutsches Requiem’ (1868) no fuera aplaudido al final, siguiendo la lección de Bach, Telemann y Handel. Hoy en día, ningún director, ni siquiera intérpretes eminentes como Daniel Barenboim, podría pedirlo a un público que no entendería esta «restricción». La ópera se considera erróneamente como el triunfo de la «gran voz», pero los cuatro ppp pianissimo que Verdi o Puccini prescriben en ‘Otello’ y ‘Turandot’ no podrían ejecutarse, al menos al aire libre, sin provocar incredulidad y tal vez abucheos, por lo que suelen omitirse. Sobre el rock y aledaños de ‘rave’ o ‘jam session’ no me pronuncio: no lo entiendo y no lo juzgo, para mí no es música, no es armonía ni belleza, sino únicamente ruido amplificado y distorsionado por medios electrónicos. Tal vez por eso podemos considerarlo la verdadera banda sonora de nuestro tiempo.

¿Y En el teatro? Recuerdo a principios de los años ochenta la versión que Giorgio Strehler llevó a Berlín Este de ‘El alma buena de Sezuan’ (1943) de Brecht. Al principio, durante tres o cuatro minutos, que pueden parecer un tiempo larguísimo, no ocurrió nada, ni una palabra, ni un gesto. Lentas pinceladas de luces alternas iban barriendo el escenario, hasta el momento en que la protagonista, acuclillada en el centro del escenario, se levantó de repente, aureolada por un blanco deslumbrante. El efecto fue extraordinario. El público del Berliner Ensemble estaba atónito, en un silencio absoluto, casi como si se hubiese convertido en parte de la representación. ¿Cómo reaccionaría hoy? No lo sé.

En cambio, quien no tiene miedo del silencio es el crimen organizado. Leonardo Sciascia, que sabía mucho más del tema que las películas de Hollywood, solía decir: la mafia es más temible cuando no habla, cuando no se hace sentir; luego llega y ataca, siempre por la espalda porque de frente, como todos los delincuentes, tiene miedo y no quiere correr riesgos. Desafortunadamente, no conocía a Sciascia, pero una vez vi de cerca a Giovanni Falcone en un almuerzo donde todos, ministros, parlamentarios, periodistas y ‘quaquaraquá’ (término apreciado por Sciascia, espero comprensible para los españoles) rivalizaban por explicar, sentenciar, «revelar» qué era la mafia y cómo debía combatirse. Él escuchaba en silencio, siempre en silencio, con monosílabos ocasionales y corteses gestos con la cabeza cuando alguien elogiaba su labor. En el general parloteo italiano de veinte comensales, el único que realmente tenía algo que decir parecía abrir la boca solo para saborear con gusto el lenguado a la sal y el semifrío de pistacho. Cuando finalmente tuvo que levantarse para intervenir, se limitó a pronunciar dos frases de estudiada banalidad, antes de agradecer y sentarse de nuevo, decepcionando a quienes esperaban revelaciones sorprendentes.

Y sin embargo. a pesar de su escasa locuacidad, el hombre más protegido de Italia no parecía ni tenso ni preocupado, más bien di­ vertido. Bajito y regordete. se mordía el labio   tal vez por un tic y se alisaba el bigote, ofreciendo a los presentes la sonrisa asiria e indescifrable de algunos personajes pirandellianos, con los ojos líquidos y negrísimos de quien sabía -es una convicción mía quizás romántica pero no lo creo- que podía salir en cualquier momento de la crónica para entraren la historia. Así ocurrió puntualmente. Murió pocos meses después, junto con su esposa, también magistrada, y su escolta en la masacre de Capaci. No desapareció en silencio: la explosión de 500 kilos de TNT causó un estruendo devastador que tenía el objetivo secundario de aterrorizar a cualquiera que lo oyera a kilómetros de distancia. Los mafiosos presos en la cárcel palermitana de Ucciardone recibieron de Cosa Nostra la autorización -es decir, la orden-  de expresar su alegría incontenible, cantando y batiendo platos y cubiertos contra las rejas de sus celdas.

Fuente: ABC

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